Me retiré a mi lugar habitual de aislamiento, con una paz y una tranquilidad muy grandes, y pasé casi dos horas en mis deberes secretos. Me sentía muy parecido a lo que sentí ayer en la mañana, solo que un poco más débil y agobiado. Parecía depender y estar completamnete aferrado a mi querido Señor; totalmente desenganchado de todas las demás dependencias. No sabía qué decirle a mi Dios, sino solo apoyarme en su pecho, por así decirlo, y dejar salir mis deseos por estar en perfecta conformidad a él en todas las cosas. Deseos sedientos y unas ansias insaciables por una santidad perfecta se adueñaron de mi alma: Dios era tan precioso para mi alma, que el mundo con todos sus placeres era infinitamente repugnante: dejé de valorar el favor de los hombres como si se tratara de piedritas. El Señor era todo para mi, y prevalecía sobre todo, lo cual me deleitó en gran manera. Creo que mi fe y dependencia en Dios rara vez habían llegado a tal nivel. Lo vi como una fuente de bondad, tal que parecía imposible volver a desconfiar de él o volver a ponerme ansioso por cualquier cosa que pudiera sucederme.
Tomado del libro Disciplinas Espirituales para la vida cristiana, de Donald Whitney, pág. 251.