En las famosas frases introductorias de los capítulos de sus Instituciones de la religión cristiana, Calvino observó que nuestra más alta sabiduría consiste en dos partes: el conocimiento de Dios y el conocimiento de nosotros mismos. Él estaba pensando en este conocimiento a la luz de la revelación que el propio Dios hace de sí ante nosotros. Sabemos que nuestro errante caminar nos apartamos del sendero de lo que es verdadero y recto, que somos rebeldes que levantan los puños en señal de desafío al reinado de Dios en la vida. Y solo cuando hemos sondado nuestra propias debilidades, nuestra propia obstinación, nuestra deliberada terquedad, y hemos hecho esto a la luz de quién es Dios realmente, estamos preparados para ver las profundidades de su bondad, justa rectitud y gracia. No lo veremos claramente hasta que anhelemos verle. Y no anhelaremos ver a Dios de esta manera hasta que hayamos estado aterradoramente sobrecogidos en su presencia. Por extraño que parezca, nuestra relación con Dios está establecida, como dijo Lutero, no sobre la base de nuestra santidad, sino de nuestro pecado. Ese es nuestro debút en el conocimiento de Dios.
Tomado del libro Dios en el Torbellino de David F. Wells (pág. 206).