La mayoría de nosotros no somos realistas cuando de se trata de autoevaluarnos, por muy brutalmente prácticos que podamos volvernos al evaluar a los demás. En nuestra actitud hacia nosotros mismos somos románticos soñadores, nos engañamos diciendo que todo va bien, o al menos, lo suficientemente bien, o en cualquier caso que llegará mágicamente un día en el que no necesitaremos llevar a cabo ninguna acción. O como Adán, que culpa a Eva, y Eva que hace lo propio con la serpiente, culpamos asiduamente a otros por lo que no funciona en nuestros matrimonios, familias, iglesias, carreras, etc. Bajo ningún concepto aceptamos responsabilidades por los errores presentes; en ambos casos la raíz de nuestra actitud es la soberbia, que nos dice que los demás deben cambiar pero nosotros no. La complacencia romántica y el ingenio al actuar como el inocente herido se encuentran entre las características que más apagan el Espíritu, ya que ambas se vuelven excusas para no hacer nada en situaciones en las que el realismo exige que hagamos algo y urgentemente. Ambos rasgos sofocan la convicción de pecado en los inconversos y mantienen a los cristianos en un estado muy malo de salud espiritual. No obstante, parte del ministerio habitual del Espíritu Santo es inducir el realismo, tanto en pensamiento como en acción.
Tomando del libro Caminar en sintonía con el Espíritu de J. I. Packer (pág. 361).